DATOS DEL EVENTO

  • EMPIEZA
    02-02-2009
  • TERMINA
    01-01-1970

INTERVIENEN:
CARLOS ARRIBAS
. Portavoz de Ecologistas en Acción y de la Colla Ecologista d´Alacant
MIGUEL ÁNGEL PAVÓN. Portavoz de la Asociación de Amigos de los Humedales del Sur de Alicante
JAIME CARBONELL. Descubrió y excavó la cueva del Humo
JOSÉ J. TÁRRAGA FLORES. Vecino, representante del movimiento ciudadano

PRESENTA:
ÁNGELES CÁCERES
. Escritora, periodista y vecina de la zona


http://salvemosfontcalent.wordpress.com


LA ACTIVIDAD DE LAS CANTERAS RESTA YA ALTURA A LA SIERRA DE FONTCALENT
CLARA RODRÍGUEZ FORNER

En sólo unos años la acción humana ha transformado la sierra de Fontcalent. Las canteras han estrechado el macizo e incluso están reduciendo su altura por uno de sus extremos. Además, el caudal de agua caliente que da nombre a la cadena montañosa se ha reducido drásticamente y el entorno del histórico pozo ha sido destruido. Los vecinos explican que se sienten impotentes ante tanto destrozo y exigen al Ayuntamiento que preserve este paraje al que poco le ha servido estar declarado como hito paisajístico. Así lo pedirán en la reunión que mantendrán esta semana las asociaciones de vecinos de las partidas rurales con la alcaldesa, Sonia Castedo, y el redactor del nuevo PGOU.
Los vecinos recuerdan que ya en el año 2000 la Conselleria de Medio Ambiente ordenó al Ayuntamiento que se restauraran cuanto antes las cotas afectadas por la extracción de áridos. Además, una sentencia del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad ordenó paralizar una cantera. Aun así, cada día que pasa la actividad extractiva sigue empequeñeciendo la sierra, para desesperanza de los vecinos de esta partida rural, que ven con impotencia cómo el Ayuntamiento permite que se destroce este paraje único y el de la vecina Sierra Mediana.
José Javier Tárraga y Joaquín Saura son dos de los vecinos que vienen luchando por conservar Fontcalent porque consideran que «es el único cartucho nos queda» en cuanto a sierras se refiere en el término municipal de Alicante. El problema, apuntan, «es que tiene propietarios particulares», algunos de los cuales mantienen arrendada su parte a grandes multinacionales, que son las que están desmontando la sierra.
Saura explica que dentro del hito «sólo están permitidas actividades agropecuarias, de ocio, esparcimiento y excavaciones arqueológicas autorizadas, pero no se pueden permitir talas de arbolado ni movimientos de tierra, y sin embargo, se sigue excavando». También recuerdan que el Ayuntamiento «intentó retranquear el hito paisajístico, reduciendo su superficie pero afortunadamente la Generalitat lo denegó y dijo que había que cesar la actividad extractiva». Ahora exigen que de una vez se cumplan las normativas que protegen Fontcalent.


ECOLOGISTAS Y VECINOS RECLAMAN QUE SE PRESERVE EL HUMEDAL Y LA SIERRA DE FONTCALENT

Aprovechando la celebración del Día Mundial de los Humedales, vecinos de la partida de Fontcalent y colectivos ecologistas reclamaron ayer la preservación de este humedal. Así lo hicieron en la mesa redonda que se celebró en el salón de actos del Club INFORMACION, organizada por la plataforma Salvem Fontcalent.
En el acto, moderado por la periodista, escritora y vecina de esta pedanía, Ángeles Cáceres, participó Jaime Carbonell, descubridor de la cueva del Humo, quien recordó el valor de las grutas que existen en la sierra. Junto a él estuvieron el portavoz de Ecologistas en Acción y de la Colla Ecologista, Carlos Arribas, y Miguel Ángel Pavón, representante de la Asociación de Amigos de los Humedales del Sur. Por parte de los vecinos asistió José Javier Tárraga.
En el acto se denunció la degradación que sufre la sierra y su entorno y se advirtió de que, aunque el Plan General contemple algunas medidas protectoras para la sierra, no es suficiente puesto que el desarrollo de este documento se contempla para 25 años. Además, reclamaron una protección más amplia del paraje.
La degradación de la sierra a consecuencia de la acción humana ?como la actividad de las canteras o la construcción de infraestructuras a su alrededor? ha tenido consecuencias incluso sobre el manantial de agua templada que dio nombre a la sierra. Según puso de manifiesto José Javier Tárraga, el acuífero nacía a 36 grados pero en las últimas mediciones la temperatura ya no supera los 22 ó 23 grados.


PROMESA DE FONTCALENT
MANUEL ALCARAZ RAMOS

De lo que hoy voy a hablarle ocurrió hace casi cuarenta años. Como suele suceder con las cosas importantes, he olvidado casi todos los detalles y conservo, además de mi imagen cautiva en una fotografía, el recuerdo grande, el hecho importante: una mañana solemne hice mi promesa como boy scout. Ya sé que para muchos desavisados esta es noticia sin sustancia, incluso una invitación a la broma. Pero no así, entonces y ahora, para miles de niños o adolescentes que en ese momento asumen, junto con el pintoresco derecho a llevar una pañoleta al cuello, su primer compromiso cívico.
Tal y como van las cosas no creo que sea, desde este punto de vista, asunto de chanza. Si evoco ahora ese hecho entiendo que a través de recovecos de la biografía y la conciencia, algo en mí quedó forjado por esa promesa, aunque sólo sea el recuerdo de una frase, de un objetivo señalado por el fundador del movimiento scout -quizá de vuelta de muchas cosas-: “dejar el mundo un poco mejor de lo que lo encontraste”. No es mucho, pero es que hay gente absolutamente dedicada a dejarlo peor o, al menos, a encontrar justificación o indiferencia para los actos que lo dejan peor, más feo, más triste. No pretendo que esa experiencia personal fuera vivida de manera idéntica por todos los que seguimos esa vía educativa: debería converger y combinarse con otros factores para que germinara en opciones de esas que atraviesan una vida, aunque sí que sé que para muchos de los que conmigo estaban esa mañana algo significó y hasta sigue significando.
Si le cuento esto hoy es porque ese gesto, ese compromiso, lo realicé arriba, en lo más alto de la montaña dura, seca y cortada de tiempo que es Fontcalent. Mirando a un Alicante que, desde allí, casi siempre es bruma: una ciudad constituida en la línea misma del horizonte. Podría haber hecho esa promesa en sitios más “bonitos”, pero no, en aquel momento, con más significado. Fontcalent era “nuestra” montaña: estaba naciendo el Grupo Lucentum en el colegio salesiano y pensar en campamentos en los Pirineos era un sueño aplazado para el futuro; ni siquiera, aún, habíamos practicado las cimas del Maigmó, de Aitana, de Bernia o del Benicadell, no habíamos elaborado nuestra geografía íntima de montañas desde las que se espera siempre ver el mar -¿no sería esa la condición última del alicantino?-. Pero Fontcalent -su entorno- había acogido nuestras primeras salidas. Porque estaba allí, porque estaba “aquí”. Por eso seguimos yendo, rodeándola, explorándola, subiéndola -hasta en una noche de San Pedro, a ver los fuegos artificiales?.que no se veían-.
Evoco todo esto en días en el que el gas se convierte en arma y en que Palestina nos vuelve a quebrar el alma, porque me cuentan que Fontcalent está, ya, herida, muy herida. Hace tiempo que no subo, pero basta echarle miradas desde la lejanía, quizá en un atardecer rojo rabioso -Fontcalent es nuestro poniente- para advertir que el perfil no es el que era. La misma fuente que le dio nombre está marchita. Y se denuncian nuevas actividades enormemente agresivas con la montaña. El proyecto de PGOU no sólo no hace nada por remediar el asunto, sino que crea las condiciones para su agravamiento. Como suele sucedernos, no estamos siendo capaces de entender el valor profundo de nuestro territorio, de nuestros lugares que no sólo son piedras y matas de esparto, sino que son tardes y amaneceres, excursiones y recuerdos. Lugares que, en su pobreza de líneas, en la sencillez de su dibujo, en la escasez de su paleta de colores -variaciones, al fin, entre el gris y el azul-, albergan formas de vida esenciales. O que nos deberían parecer esenciales, pues nos son propias y no tenemos otras.
Quizá no vuelva a subir a Fontcalent, quizá me contente con ese recuerdo desvaído de una jornada de emoción infantil. Pero no quiero que me quiten mi montaña, no quiero que el egoísmo de algunos, la impericia de otros o la resignación de la mayoría me arrebaten el escenario de lo que fue un ilusión que me ha acompañado por toda mi existencia, siquiera sea como semilla de otras cosas. Quiero que sea posible para nuevos niños gozar de ese paisaje de Alicante, para que se les quede cosido en los ojos del alma. Al final, me parece, los alicantinos se van distinguiendo entre aquellos que aman su ciudad y su entorno y los que no lo hacen -y aquí incluyo desde los que consienten que se la quiebre cada día hasta los que, directamente, la odian practicando decisiones para alejarla de su devenir y su memoria-. ¿Pero será un pecado alentar todavía a ese amor en retroceso?

La casualidad ha querido que Daniel Jover, un gran amigo que, creo, estaba conmigo allí arriba, en Fontcalent el día de mi promesa, me mande hoy desde Barcelona un artículo de Jordi Borja, muy crítico con la evolución de las políticas urbanísticas en España y que comienza con una cita de Borges: “La ciudad nos impone el deber terrible de la esperanza”. Sea. Los esperanzados volverán hoy y otros días a recorrer los caminos de polvo y años que conducen a Fontcalent, esa montaña que necesita la ciudad. Ya verá usted: los enamorados de la destrucción, del solar, de la ruptura de los equilibrios de la vida, dirán que los esperanzados somos las gentes del no, las gentes que nos oponemos a todo. Digámosles que sí. Que nos oponemos a sus pesadillas de suelo comprado, a sus recalificaciones de los recuerdos y a sus fábricas de aridez. Digámosles que no con un sí a Fontcalent, grande como la sombra de Fontcalent cuando el sol se nos va. Y digámosles un no luminoso, como las rocas de Fontcalent cuando el sol está sobre el Benacantil, a sus fantasías de arrasamiento de la piedra y las promesas.

ESTÚPIDOS HOMBRES BLANCOS
ÁNGELES CÁCERES

Hoy le tomo prestado el título, «estúpidos hombres blancos», a Michael Moore. No soy capaz de encontrar otro que recoja mejor la desolación que estos días quizá más que nunca me ha sacudido; y la amarga sensación, desesperanzada donde las haya, de sentirme como una hormiga tratando de hacerle frente a un diplodocus, también. Y es que durante estos días, como gran parte de la gente, he hecho un viaje por carretera; corto, 160 kilómetros nada más, pero los suficientes para comprobar que las agresiones despiadadas a la naturaleza no son una exclusiva de la provincia de Alicante. Aunque no cabe duda de que por estos lares nuestros nos llevamos sin discusión la palma, en extensión y en magnitud de destrozo: dudoso honor.
Así que lo de hoy, más que «a pie de calle», podría encuadrarse como «a pie de carretera». Porque desde la autovía de Madrid y dentro ya de la Comunidad de Castilla-La Mancha, tan fácilmente reconocible porque es entrar en ella y cambiar el color de los campos como por milagro, estallar una orgía cromática de tonos de tierra tan cálidos que emocionan, esos bancales inmensos y rojizos en los que se yergue solitaria una encina, severa y poderosa como madre priora de un convento de clausura, esas aldeas amplias y chaparras de tapiales ocres con su veleta de gallo en la cruz del tejado? desde esa autovía, digo, en dirección Madrid y justo a la izquierda, casi a la altura de El Villar de Chinchilla, se divisa el Cerro Mompichel. Es una elevación hermosa y arrogante, un monte orgulloso y recio que recuerda el paisaje de las películas del Oeste y en el que a la pupila no le sorprendería descubrir un grupo de indios montando a pelo sus caballos salvajes, sin más silla que una manta doblada ni más riendas que las crines del animal.
Tal vez por eso, cada vez que paso por allí, pienso en la inmensa sabiduría de los jefes pieles rojas, que de generación en generación supieron transmitir a sus tribus el respeto por la vida, el secreto del equilibrio entre el hombre y la tierra: el único secreto capaz de asegurar la supervivencia humana. Aunque el estúpido hombre blanco se empecine en vivir suicidamente de espaldas a ese secreto; de espaldas a la tierra, que al cabo es la única madre que lo puede proteger. Proteger de sí mismo, sobre todo.
Así que déjenme que hoy, dando cara al final de un año tan destructor, o más, que los anteriores para el planeta que irresponsablemente seguimos desertizando a pasos agigantados, vuelva a traerles el aviso de aquel viejo jefe piel roja, tan conocido y archipublicado como desatendido de punta a punta del mundo. «Cuando el hombre blanco haya matado el último animal, envenenado el último río, secado la última fuente y talado el último árbol, se dará cuenta de que el dinero no se puede comer». O algo así, porque escribo de memoria.
Se me vino a la cabeza la cita, con más dolor que otras veces, al empezar a ver en la distancia la hermosura herida de muerte del Cerro Mompichel, con el piedemonte y la ladera descarnados por los barrenazos y el grito, mudo pero más potente que aullido de gigante, de sus entrañas de piedra reventadas bajo sol. Es el único cerro del contorno en infinidad de kilómetros de llanura. Y lo están matando con la llaga incurable de unas canteras. No sé por qué me dolió tanto, viviendo como vivo al pie de la sierra de Fontcalent, y oyendo como oigo cada día las explosiones de los barrenos, tanto de esa sierra como de la de enfrente, mirando a La Alcoraya. Quizá la agonía del Mompichel me haya arañado tanto el alma porque es el paisaje de mi niñez; porque crecí con el convencimiento de que en aquel monte altivo, amoroso centinela de un horizonte de trigo, cobraba forma al inaprehensible concepto de la permanencia, de la inmutabilidad. Quizá, también, porque ese puñetazo en los ojos del alma me hizo sentir de repente que todo está perdido, que a nadie le importa ya conservar ningún hito por hermoso que sea, que no hay nada que hacer.
Pero me niego. Me niego a darme por vencida, a entregarme al derrotismo, a claudicar ante la suicida estupidez del hombre blanco. Porque si somos capaces de viajar al espacio interestelar, ¿no habremos de serlo para encontrar otros materiales de construcción que no obliguen a terminar de esquilmar la tierra? Si la ciencia avanza imparable en todas direcciones y se alcanzan logros impensables hace sólo veinte años, ¿no ha de ser posible construir edificios y autopistas sin arrasar lo poco verde que queda en el planeta? «Extracción de áridos» se llama ese pingüe negocio de destrucción total. Áridos: el que avisa no es traidor. ¿O sí?


LOS CAMINOS DEL SEÑOR
ÁNGELES CÁCERES

Señor sí, pero con minúscula. El de la S grande es el Todopoderoso, dueño de cielos y tierras, que según narra la Biblia creó el mundo enterito en siete días y aún le quedó uno libre para echarse a descansar. Este al que nos referimos aún no ha llegado a tanto, pero con un poquito de suerte y si las cosas le siguen viniendo tan bien dadas como hasta la fecha, quién sabe hasta dónde puede alcanzar a llegar.
De momento, como al parecer no tenía suficiente espacio para su desarrollo y expansión con los límites de la ciudad, ya se está haciendo dueño de la sierra de Fontcalent y sus alrededores, por delante, por detrás y por los lados. Y justamente por la parte de atrás, dando cara a un paisaje deprimente que produce ahogo sólo con mirarlo, y en el que millones de kilos de detritus varios orgánicos e industriales alimentan el hambre depredadora de las gaviotas y envenenan el aire, este poderoso señor (con minúscula) ha plantado uno de sus feudos, desde el que cada día lanza en las cuatro direcciones sus máquinas hambrientas que, mordisco a mordisco y hormigonera tras hormigonera, no se dan respiro hasta transmutar la tierra en cemento y las matas de cantueso en asfalto. Mires a donde mires, en toda la extensión que los ojos abarcan, el amable paisaje de sotobosque mediterráneo ha sido trocado en árido desierto, en polvorienta angustia, en dolor lacerante de bancales definitivamente muertos y cadáveres secos de arbustos y arbolillos asesinados al mismo nacer. Destrucción absoluta se llama esa figura. Desolación total. Aniquilación.
Pero héte aquí que esta ciudad nuestra, hace ya largo tiempo, se entregó sin dudarlo en cuerpo y alma a los brazos potentes y ejecutores del rico señor, que desde el primer día no ha dudado en arrasar todo lo arrasable, agujerear todo lo agujereable y transformar en cemento todo lo transformable, sin que su pulso haya temblado nunca. Ni el de los que han firmado y continúan firmando con él beneficiosos convenios de colaboración, tampoco. «Todo se pega menos la hermosura», dice un viejo refrán. O «Poderoso caballero es Don Dinero», que también. Así que los munícipes, sin rubor ni empacho, desde hace largo tiempo vienen dando su benévolo y aquiescente placet, su bendición urbi et orbi y sus permisos correspondientes a cualquier plan urbanístico, proyecto de macroarquitectura o idea genial de crecimiento agigantado que al señor se le pase por sus privilegiadas mientes. Por muy insólito, disparatado o inviable que a los ciudadanos les pueda parecer, que al cabo quiénes son ellos, pobres y miserables mortales de tres al cuarto, para opinar ni, menos, tratar de influir en las decisiones tomadas en las alturas del poder omnímodo del señor. Y de sus fieles servidores, que ya se sabe que al que a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija.
A las espaldas de la sierra de Fontcalent ese poder se muestra, incluso, más incontestable y avasallador que de costumbre. Y si el pobre y miserable mortal de tres al cuarto se arrima por allí con una copia a color del PGOU en la mano, y sitúa a ojo de buen cubero sobre el espacio real lo recogido en el papelico, aún se tornan más grandes el asombro y la congoja. Porque ve que entre las grandes manchas verde esmeralda que definen en plano las zonas verdes aparece un espacio sorprendentemente blanco, que casualmente coincide con la zona por la que se ha previsto pasar la vía rápida de cuatro carriles (o seis, ya se verá sobre la marcha) que tantísima falta les está haciendo a los conejos, las perdices, los zorros, los gavilanes y demás fauna de la malherida sierra. Tanta falta que, sin ella y sin el carril bici que la bordeará, cómo iban a poder seguir viviendo los pobres bichos. Y la congoja del miserable mortal se aumenta cuando, sorteando los baches polvorientos de la zona, viene a darse de bruces contra las mismísimas verjas de la empresa Tizor, tras las cuales rugen amenazantes los camiones, las grúas y las hormigoneras a punto de atacar. Entonces el mortal dobla el papelico del plano, perdida toda esperanza como frente a las puertas del Infierno del Dante, murmurando entre dientes con inconsolable amargura: apaga y vámonos.
Porque el mortal ha comprobado que la vía rápida, como los insondables caminos del Señor (el de la S gorda), sigue la línea que da servicio al señor (sin mayúscula) y a su hacienda, verbigracia INUSA. Que por cierto anda haciendo ofertas de compra por lo bajini a los propietarios de más de 20.000 metros cuadrados, diciéndoles que pongan precio a su tierra. Y que si no venden allá ellos porque al cabo, quieran o no quieran, les expropiarán.


LA AGONÍA DE UNA SIERRA
ÁNGELES CÁCERES

Me refiero, una vez más, a la sierra de Fontcalent. Una sierra bronca y arrogante, hermosísima en su dureza, rebosante de dignidad en su agonía, condenada a muerte por la codicia y la estupidez humanas. Una sierra agredida, vejada, herida hasta las entrañas y sin embargo generosa hasta el último estertor. Una sierra declarada hito paisajístico pero que nadie se molesta en proteger ni preservar. Aunque su entidad real sea mucho más amplia y profunda porque la Fontcalent es la última seña de identidad que nos queda en Alicante, aparte del mar. Es, intrínsecamente, un cacho del alma de los alicantinos. Por lo que no es exagerado afirmar que quienes se empecinan en seguir destrozándola, quienes hacen la vista gorda ante tan doloroso desafuero y quienes, ahora, quieren rematar su agonía acelerándole la muerte, son unos desalmados.
Y si alguien se considera insultado y se plantea meterme una querella le sugiero que consulte el diccionario, que dicho sea de paso es una ocupación muy sana, y se enterará de que «desalmar», aparte del sentido literal de «despojar del alma», quiere decir «quitar la fuerza y la virtud a una cosa». O sea, exactamente lo que desde hace años se viene perpetrando contra la Fontcalent y que, justo en estos momentos, se pretende rematar. Porque, no contentos con ir devorándola a mordiscos con los barrenos de las canteras, ahora, en el PGOU que el Ayuntamiento acaba de exponer, se ha decidido pasar justo por su piedemonte una vía rápida de cuatro carriles, que con su estruendo y su contaminación terminará de aniquilar del todo la flora y la fauna que, casi de milagro, aún resiste en el (teóricamente) hito paisajístico de Fontcalent, la sierra más emblemática de los alrededores de Alicante.
Escribo esto antes de la visita al Rebolledo de la alcaldesa Castedo con el arquitecto al que se ha encargado el susodicho plan. Que si hubiera sido el señor Cantallops otro gallo nos cantara, porque él tenía conciencia medioambiental; pero a él, recuerden, el Ayuntamiento le dio puerta. Con el señor Quesada, por las muestras, es otro cantar. Y lo digo porque obra en mi poder el DVD del plan y en él me encuentro, entre otras cosas difícilmente asumibles (por ejemplo, que dos polígonos industriales como La Vallonga y Las Atalayas vengan calificados como «parques naturales» ¿¿ ? ??), con que la mentada vía rápida de cuatro carriles, A-30 se va a llamar, presenta un incomprensible retranqueo. Precisamente para acercarse más a la sierra, machacando primeras viviendas e incluso una vaquería a la que se le concedieron sin objecciones hace cuatro días todos los permisos, y dejando libres y expeditos otros espacios más apartados, en alto y casualmente sin casas que machacar, que por su privilegiada posición dando frente a los lomos de la sierra vienen pintiparados para hacer una urbanización perfectamente comunicada, con una vía rápida de cuatro carriles y con dotación de agua y alcantarillado. Porque a primera vista no se entiende muy bien para qué necesita eso una vía rápida, como no sea para regar sin problemas los baladres de la mediana y para que no hagan charco las meadas que algún automovilista realice en el arcén, jugándose el tipo al pararse.
Y sí, una urbanización por la parte de La Ballestera podría quedar muy aparente, a cuatro pasos del campo de golf de La Alcoraya, de Alicante y de la autovía de Madrid. Si no fuera (¡ojo al dato, posibles compradores incautos!) porque justo detrás quedan unos polvorines de los que se surten el Ejército y media provincia, y de los que no se habla mucho pero que ahí están, con la barriga a reventar de explosivos; y que como un mal día por desgracia explotaran, que más de un caso se ha dado, volaría hasta el último ladrillo de los preciosos adosados. Y, de paso, las personas que estuvieran dentro. O sea: que, antes de comprar en plano, mejor sería que los ilusionados posibles compradores se dieran una vueltecita por la zona, y ya después, deciden. Pero después de respirar, también, los cotidianos escapes de metano nocturnos y diurnos de la planta de compostaje, que a más de un bando de palomas han fulminado al sobrevolarla. Que ésa es otra.
Escribo, supongo que se nota, desde la tristeza. Y desde la rabia y, me temo, la impotencia de ver cómo en Callosa la gente es capaz de hacer piña y echarse a la calle gritando «la sierra no se toca», y aquí nadie es capaz de organizarse y echarse a la calle gritando «¡salvem la Fontcalent!». Que no es de los cuatro particulares que se están forrando con las canteras, ni de los cuatro pringaos que nos vinimos a vivir aquí, dando por buenas todas las incomodidades a cambio de la gloria de poder ver un águila vigilando la sierra al atardecer, sino de todos los alicantinos. Y no parece sino que a todos se les olvida. O que no les importa lo que hagan con su sierra, que es más triste aún.

Se han publicado el martes dos fotografías de la Fontcalent que, por comparación, ponen el corazón en un puño. La antigua es de Jaime Carbonell, amoroso centinela de la Cova del Fum que nos devuelve a la Prehistoria, y de la última oquedad habitada por murciélagos, la última fuente asesinada, la última plantita (teóricamente) protegida que sólo en esta sierra se da. Alguna mañana, al levantarme, encuentro colgada de mi verja una bolsa con dos tarros de miel espesa, y sé que Jaime ha pasado por mi puerta al poco de amanecer. Todos los anocheceres salgo al bancal y veo a las gaviotas regresar de la planta de compostaje, y un par de aves rapaces planeando en la altura sobre ellas. Oigo las ranas, los grillos y, más tarde, el búho. Es el último refugio de paz y equilibrio que puede encontrarse en los alrededores de Alicante. Y nos lo van a matar. Yo no sé si ustedes se dan cuenta de que con su muerte nos van a desalmar a todos. Por favor, piénsenlo. Y salvem la Fontcalent.

Datos informativos

Fecha inicio : 02-02-2009
Organiza : Plataforma Salvem Fontcalent

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